La vida se escribe con renglones rectos y a veces se tuercen

Beatriz es experta en las curvas tortuosas que a veces traza la vida. Se ha divorciado dos veces. Renunció a su sueño de ser profesora de Bellas Artes. Ha dejado atrás una persecución política. Pero siempre —aunque no supiera si las líneas volverían a ser rectas— eligió la vida.

Le fascina la cultura coreana. Tanto que, a siete grados bajo cero y vestida con el traje tradicional, fue capaz de recorrer el Paseo de la Castellana para llegar a un evento en el Centro Cultural Coreano.
Aunque su sueño de ser profesora de Bellas Artes se vio truncado, ha logrado exponer su arte en diferentes salas. Le gusta el té chai. Le gusta pintar fachadas, flores, frutas. Le gusta la representación realista, pero con un toque personal.
Es inquieta. Es espiritualista. Psicóloga frustrada. Y una heroína que un día decidió dejarlo todo atrás para ayudar a un nieto.
¿Me puede explicar su idea del arte como terapia?
Para meditar no necesitas estar sentado. Puedes ir en el metro y tener la capacidad de aislarte de todo, de tener esa introspección necesaria para poder meditar.
Me gustaría unir la pintura y la meditación. Cuando pinto entro en el mundo del color y el color viene a mi mundo. En esos momentos encuentro la paz y tranquilidad. No se trata de poner la mente en blanco, sino de alcanzar esa calma haciendo lo que te gusta. Me gustaría empezar a impartir clases en el Parque del Retiro y ver cómo va, si hay interés.
Casi como una protagonista de una película se vino a España para ayudar a un nieto y lo dejó todo.
Sí, cuando me llamó mi nieto le dije que inmediatamente me iba a España. Hablé con mi contable, regalé todo, vendí todo, le di dinero a mi sobrina para que se hiciera cargo de mis padres, llegué, me bajé del avión. Sí, lo dejé todo para estar con él.
Él me contaba lo que hacía y tenía que armarme de valor. Lo peor era mi imaginación. Mi mente siempre se imaginaba cosas peores.
Un día me llamó y me dijo: me voy a ir a una fiesta, de esas tipo rave. Respirando profundo, le dije: cuídate. No quiero enterrarte. Cuando volví a verlo después de aquella fiesta me dijo que había mirado a su alrededor, a toda esa gente consumiendo y había sentido asco. Ese fue el principio de su recuperación. Una especie de revelación.

¿Y usted qué le dijo?
Le felicité porque aquel momento debió de ser algo así como una lucha entre el bien y el mal. Le dije que era mi gran maestro porque me enseñó lo que era la decisión y la elección en el ser humano. Tomar la decisión de sanarse es de valientes. Es heroico. Vino, me abrazó y se le saltaron las lágrimas. Para mí, aquellas lágrimas fueron como si me dijera “estoy arrepentido de lo que hice porque tú lo dejaste todo y te viniste a cuidarme”.
¿Qué les diría a los jóvenes de hoy en día?
En primer lugar, tengo que decir que amo a los jóvenes. Tengo nietos y los disfruto a todos. Yo también fui joven, aunque un poco reprimida por la época que me tocó vivir. Vengo de una familia muy dura, muy estricta.
A los jóvenes les diría que vivan la vida, que experimenten, pero sin excesos. Los excesos son siempre dañinos. Y lo digo por experiencia. No tienen que vivir como si estuvieran en la cuerda floja. Hay que disfrutar las cosas y hacerlas con intensidad.
Tú conoces a tus hijos de la puerta para adentro, pero cuando cierran la puerta y se van a la calle son unos desconocidos. Hay que orientarlos.
Hay que disfrutar las cosas y hacerlas con intensidad pero los excesos son siempre dañinos.

¿Cree que ha habido una pérdida de valores?
Sí, completamente. Ha habido una pérdida de valores, de principios, de moral, de cosas que son básicas y fundamentales en una sociedad. Hablo de la sociedad como un ente comunitario, no de la sociedad dividida en clase media o alta. La sociedad donde todos estamos conviviendo.
A mí me da dolor cuando hay gente y veo a los jóvenes peleándose para agarrar el asiento en el metro. Veo a los jóvenes ocupando los asientos reservados. Un día que el vagón esté bien lleno, me gustaría decirle al que se ha sentado: ¿qué dice en ese cartel? Esos asientos tienen que estar vacíos porque nunca sabes cuándo va a entrar una persona mayor, una embarazada o una chica con muletas.
En Latinoamérica le damos el sitio a los mayores. No solamente el sitio de sentarse, sino también el sitio que merecen en las familias.
También dejó atrás una persecución política en su país
Donde vivía en Venezuela las manifestaciones y los actos que se ejercían a la oposición frente al gobierno tenían lugar en la avenida donde estaba mi edificio. Viendo eso todos los días, toda esa lucha, yo me reunía con esos muchachitos que habían nacido en revolución, ¿iba a ir a trabajar ignorando lo que sucedía? No, iba a apoyarlos, a darles comida, a dejarles que entraran en casa a que se bañaran. Cuando se quitaban las capuchas, veía que eran niños de dieciséis, dieciocho años.
Y esos jóvenes no habían vivido una Venezuela libre
Claro, eran niños que habían nacido en la revolución. Añoraban la Venezuela que yo viví, la que le habían contado sus padres, pero que ellos no habían vivido.

Hablando de libertad, usted se ha divorciado dos veces. ¿Le diría algo a esas mujeres que quieren hacerlo, pero no se atreven a dar el paso?
Yo no soy quién para decirles que se divorcien. Lo único que puedo decir es que no es justo que tengamos una relación donde no seamos amadas ni queridas ni respetadas. Que, sencillamente, no seamos valoradas. Y eso deja huella. De hecho, me divorcié en el noventa y ocho, y desde entonces si se me acerca alguien, huyo. No le tengo miedo al amor, pero sí a una relación de pareja. Me gustaría conocer a alguien, pero estoy bloqueada. Quiero, pero al mismo tiempo no quiero.
Y una vez que te decides a romper, ¿eres libre de inmediato?
No, cuando rompes una relación tóxica, hay mucha frustración tras el divorcio. Yo me decía que había sido la mejor madre, la mejor ama de casa, que había dejado la universidad para estar con mi familia. Nada de eso había sido suficiente. Y ese pensamiento, el de haber permitido que no te trataran como mereces, el de haber abandonado tu vida, te lleva a la frustración. Cuando te divorcias crees que te liberas de inmediato, pero no es así. Tu organismo tarda un tiempo en desintoxicarse.
